Hace meses la ve al lado de la chimenea: es una mujer espigada, ante una luz intensa, con el pelo rojo, con estriadas alas de libélula. A veces, cuando se mueve, vislumbra entre las telas algunas sombras detrás: ha creído reconocer a su mujer, a su bendita madre, incluso al amigo del bar, con su sempiterno periódico bajo el brazo. Pero tiene miedo de ir a su encuentro.
La mujer utiliza cualquier artimaña para llamarle. Susurra, cacarea, ulula, hay días en los que se impacienta y golpetea con el pie la tarima, otros llega a enfurecerse y le arroja pequeñas cuentas de río. Puede soplar un matasuegras, bailar con un sombrero raro al tiempo que arroja confetis y deshilacha serpentinas, o arrastrarse silbando como serpiente de campo. Esta mañana se entristeció ante su enésima negativa y se puso a sollozar como una chiquilla. Y ayer fue aún peor: musitando "Ven ven, ven con nosotros, deja ya de sufrir", la mujer se despojó de su túnica y separó las piernas ofreciéndole su sexo abierto como ciruela mordida.
Sus promesas de un mundo mejor son tentadoras: le enseña atardeceres ambarinos, le ofrece uvas y martini, le sopla con frescor de brisa de menta o extiende amorosa ante la chimenea una mullida manta de pelo, según sienta calor o frío. "Todo esto está a tu alcance", le anima. Las fuerzas de él comienzan a flaquear. Un día se levanta del sillón y, mientras está entretenida desentonando La traviata, se le encamina despacio con una mueca de derrota y simplemente le tiende la mano. Cruzan. Ella le besa dulcemente en los labios y se desvanece.
Al otro lado escucha un grito y siente la mano de su propia mujer apretando con fuerza la suya. Abre los ojos aturdido, la ve al pie de su cama de hospital y le cuesta reconocerla, tan desfigurado tiene el rostro por la mezcla de risa histérica y torrente de lágrimas. Se oye, alta y multiplicada, la palabra “enfermera”.
Por fin ha salido del coma.