La mujer que se iluminaba por dentro caminaba siempre desnuda y envuelta en una nube de polillas. Dicen que había sido una muchachita normal, pero un día, sin saberse el cómo ni el porqué, amaneció emitiendo aquella luz intensa que atraía a los insectos y quemaba los tejidos. Con los años se había acostumbrado a vivir sin pudor y hasta sin palabra, pues en cuanto abría la boca comenzaba a atragantarse con sus mariposillas. Y así, con su mudez impuesta, la desdichada pasaba las noches insomne a causa de su propia claridad, y los días buscando, sin que nadie pudiese saber lo que buscaba. Abría y cerraba los cajones. Entraba en la iglesia y en el ayuntamiento. Subía a los árboles, con su enjambre de falenas a cuestas, para husmear en los nidos de los gorriones. Jamás descansaba.
Aquella noche me la encontré registrando mi propio jardín. En medio del silencio y los insectos se podía escuchar claramente cómo sollozaba quedito. Mirándola allí, tan desnuda y frágil, se me ocurrió la feliz idea: me acerqué extendiendo el dedo índice, pulsé con firmeza en su ombligo, y con un leve ¡click! la mujer se apagó de inmediato.
—¡Lo has encontrado! —exclamó alborozada. Y me besó muchas veces sin quemarme, como cuando éramos novios, mientras las polillas huían revoloteando hacia las farolas del pueblo.