El Hombre de Espejo.

"Sensibilidad", de Nathaniel Mather
    El Hombre de Espejo imita a la perfección los gestos de los demás hombres: amanece gruñéndole al despertador, sobrelleva el atasco tamborileando con los dedos, mira inquieto al reloj cuando se aproxima la hora del almuerzo. Puede emular con milimétrica precisión cualquier tipo de movimiento estandarizado, como saludar a la suegra con una sonrisa forzada, levantar los brazos ante el gol de su equipo o hacer el amor con su mujer los días previos a un festivo.

    Todo lo copia el Hombre de Espejo. Es tan lograda su mímesis, que suspira al pensar en una playa desierta donde bañarse desnudo. Que se le humedece la mirada recordando aquella casita que se añeja en el pueblo. Que frunce los labios cuando sueña con sacudirle el polvo de monotonía al corazón y regalarle a Natalia ese beso de amor renovado que los consuele del descenso al sepulcro. Tan perfecta su simetría, que algunas noches se desvela, como los demás hombres, cuestionándose por qué malgasta su propia existencia repitiendo la vida de otros. Tan absoluta y consolidada su tendencia a la refracción, que el Hombre de Espejo está leyendo estas líneas y no se ha visto a sí mismo reflejado en el cuento.
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(Este relato ha sido mencionado en el mes de junio en el concurso Esta Noche Te Cuento en el mes de Junio, que tenía por tema El Espejo. Un honor para mí. Podéis enlazar con los restantes premiados y finalistas AQUÍ)

Lo arropaba una voz.

Ilustración de Maki Hino
     El hombre tenía un oído tan sumamente fino que podía escuchar a su propia madre, fallecida cuando era niño. Solo debía pegar la oreja al armario y preguntar: "Mamá, ¿estás ahí?" La voz amorosa, como llegando de muy lejos, contestaba: "Sí, hijo mío. Abrígate mucho. No andes descalzo. No te fíes de los García, siempre fueron muy hipócritas...

     Así, día tras día, las palabras de la madre lo reconfortaban y aconsejaban en las vicisitudes cotidianas. Hasta que aquella mañana extraña el hombre no obtuvo respuesta. Entonces abrió el armario, buscó y rebuscó, y angustiado por no hallarle explicación al repentino silencio, entró de cuerpo entero. Curiosamente no sintió inquietud cuando se atrancaron las puertas, sino un sueño muy profundo. Se tapó con el abrigo de lana castaño y no sabe cuánto tiempo durmió, pero sí que lo despertó, del otro lado, una vocecita preguntando: 
     —Papá, ¿estás ahí?